miércoles, 2 de marzo de 2011

Conocer o no conocer,
querer o no querer conocer una muerte inminente a causa de una enfermedad terminal,
es en algunos casos un tema de profundo debate.

Yo soy partidario de informar al paciente de su situación,
sus posibilidades y del tiempo que se prevee puede aguantar la enfermedad.

Es cierto que se añade, por así decirlo, más dolor al dolor,
pues ya no solo es el dolor propio de la enfermedad,
a más del dolor de se comparte y respira en la familia y allegados,
sino el dolor de saber que se ha de partir.

En este último apartado creo que la fe tiene un factor diferencial,
puesto que para un creyente convencido
que acepta la voluntad de Dios sea cual sea
y espera el encuentro con Dios,
es lógico que sienta un cierto desarraigo
pero nunca amargura, duda, ni terror por la partida.

Lo que conlleva enfermedad y muerte,
ambas cuestiones consecuencia del pecado,
es decir, de la natureleza caida,
está inmerso en una combinación de sentimientos
internos y circunstanciales.
La soledad, el dolor, la carga responsable de los que se quedan, sobretodo si se tienen criaturas pequeñas, el factor de dejar desamparada económicamente a la familia, etc.,  todo se junta como un coktel angustioso.
Es por eso que la fe, es decir, la convicción de que Dios es soberano y tiene un propósito, otorga esa paz que sobrepasa todo entendimiento.

Hablando de la muerte,
es algo antinatural, y me explico.
La vida tiende a generar y reproducir vida.
Por tanto, la muerte es esa cosa extraña que rompe la cadena de la creación.

Esta incongruencia es un argumento observable más sobre la realidad del pecado.

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